Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Esta feliz casualidad le enardeció extraordinariamente. Ya en la
calle, echó a andar tranquilamente, sin apresurarse, con objeto de
no despertar sospechas. Apenas miraba a los transeúntes y, desde
luego, no fijaba su vista en ninguno; su deseo era pasar lo más
inadvertido posible.
De súbito se acordó de que su sombrero atraía las miradas de la
gente.
«¡Qué estúpido he sido! Anteayer tenía dinero: habría podido
comprarme una gorra.»
Y añadió una imprecación que le salió de lo más hondo.
Su mirada se dirigió casualmente al interior de una tienda y vio
un reloj que señalaba las siete y diez minutos. No había tiempo
que perder. Sin embargo, tenía que dar un rodeo, pues quería
entrar en la casa por la parte posterior.
Cuando últimamente pensaba en la situación en que se hallaba
en aquel momento, se figuraba que se sentiría aterrado. Pero
ahora veía que no era así: no experimentaba miedo alguno. Por su
mente desfilaban pensamientos, breves, fugitivos, que no tenían
nada que ver con su empresa. Cuando pasó ante los jardines
Iusupof, se dijo que en sus plazas se debían construir fuentes
monumentales para refrescar la atmósfera, y seguidamente
empezó a conjeturar que si el Jardín de Verano se extendiera
hasta el Campo de Marte e incluso se uniera al parque Miguel, la
ciudad ganaría mucho con ello. Luego se hizo una pregunta
sumamente interesante: ¿por qué los habitantes de las grandes
poblaciones tienen la tendencia, incluso cuando no los obliga la
necesidad, a vivir en los barrios desprovistos de jardines y
fuentes, sucios, llenos de inmundicias y, en consecuencia, de
malos olores? Entonces recordó sus propios paseos por la plaza
del Mercado y volvió momentáneamente a la realidad.
«¡Qué cosas tan absurdas se le ocurren a uno! lo mejor es no
pensar en nada.»
StudioCreativo ¡Puro Arte!
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Comentario [L20]: Dostoiewski habitó
cerca de estos jardines en cierta época de su
vida.