Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
cocina la patrona. Y aunque no estuviera en la cocina, sino en su
habitación, ¿tendría la puerta bien cerrada? Si no era así, podría
verle en el momento en que él cogía el hacha.
Tras estas conjeturas, se quedó petrificado al ver que Nastasia
estaba en la cocina y, además, ocupada. Iba sacando ropa de un
cesto y tendiéndola en una cuerda. Al aparecer Raskolnikof, la
sirvienta se volvió y le siguió con la vista hasta que hubo
desaparecido. Él pasó fingiendo no haberse dado cuenta de nada.
No cabía duda: se había quedado sin hacha. Este contratiempo le
abatió profundamente.
«¿De dónde me había sacado yo -me preguntaba mientras
bajaba los últimos escalones- que era seguro que Nastasia se
abría marchado a esta hora?» Estaba anonadado; incluso
experimentaba un sentimiento de humillación. Su furor le llevaba
a mofarse de sí mismo. Una cólera sorda, salvaje, hervía en él.
Al llegar a la entrada se detuvo indeciso. La idea de irse a pasear
sin rumbo no le seducía; la de volver a su habitación, todavía
menos. «¡Haber perdido una ocasión tan magnífica!», murmuró,
todavía inmóvil y vacilante, ante la oscura garita del portero, cuya
puerta estaba abierta. De pronto se estremeció. En el interior de
la garita, a dos pasos de él, debajo de un banco que había a la
izquierda, brillaba un objeto... Raskolnikof miró en torno de él.
Nadie. Se acercó a la puerta andando de puntillas, bajó los dos
escalones que había en el umbral y llamó al portero con voz
apagada.
«No está. Pero no debe de andar muy lejos, puesto que ha
dejado la puerta abierta.»
Se arrojó sobre el hacha (pues era un hacha el brillante objeto),
la sacó de debajo del banco, donde estaba entre dos leños, la
colgó inmediatamente en el nudo corredizo, introdujo las manos
en los bolsillos del gabán y salió de la garita. Nadie le había visto.
«No es mi inteligencia la que me ayuda, sino el diablo», se dijo
con una sonrisa extraña.
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