Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Nastasia estuvo un momento contemplándolo.
-A lo mejor está enfermo de verdad -murmuró mientras se
marchaba.
A las dos volvió a aparecer con la sopa. Él estaba todavía
acostado y no había probado el té. Nastasia se sintió incluso
ofendida y empezó a zarandearlo.
-¿A qué viene tanta modorra? -gruñó, mirándole con desprecio.
Él se sentó en el diván, pero no pronunció ni una palabra.
Permaneció con la mirada fija en el suelo.
-¡Bueno! Pero ¿estás enfermo o qué? -preguntó Nastasia.
Esta segunda pregunta quedó tan sin respuesta como la primera.
-Debes salir -dijo Nastasia tras un silencio-. Te conviene tomar
un poco el aire. Comerás, ¿verdad?
-Más tarde -balbuceó débilmente Raskolnikof-. Ahora vete.
Y reforzó estas palabras con un ademán.
Ella permaneció todavía un momento en el cuarto, mirándolo con
un gesto de compasión. Luego se fue.
Minutos después, Raskolnikof abrió los ojos, contempló
largamente la sopa y el té, cogió la cuchara y empezó a comer.
Dio tres o cuatro cucharadas, sin apetito, maquinalmente. Se le
había calmado el dolor de cabeza. Cuando terminó de comer se
echó de nuevo en el diván. Pero no pudo dormir y se quedó
inmóvil, de bruces, con la cabeza hundida en la almohada.
Soñaba, y su sueño era extraño. Se imaginaba estar en África, en
Egipto... La caravana con la que iba se había detenido en un
oasis. Los camellos estaban echados, descansando. Las palmeras
que los rodeaban balanceaban sus tupidos penachos. Los viajeros
se disponían a comer, pero Raskolnikof prefería beber agua de un
riachuelo que corría cerca de él con un rumoreo cantarín. El aire
era deliciosamente fresco. El agua, fría y de un azul maravilloso,
corría sobre un lecho de piedras multicolores y arena blanca con
reflejos dorados...
StudioCreativo ¡Puro Arte!
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