Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
charlas análogas, con algunas variantes y sobre temas distintos.
Pero ¿por qué había oído expresar tales pensamientos en el
momento mismo en que ideas idénticas habían germinado en su
cerebro? ¿Y por qué, cuando acababa de salir de casa de Alena
Ivanovna con aquella idea embrionaria en su mente, había ido a
sentarse al lado de unas personas que estaban hablando de la
vieja?
Esta coincidencia le parecía siempre extraña. La insignificante
conversación de café ejerció una influencia extraordinaria sobre él
durante todo el desarrollo del plan. Ciertamente, pareció haber
intervenido en todo ello la fuerza del destino.
Al regresar de la plaza se dejó caer en el diván y estuvo inmóvil
una hora entera. Entre tanto, la oscuridad había invadido la
habitación. No tenía velas. Por otra parte, ni siquiera pensó en
encender una luz. Más adelante, nunca pudo recordar si había
pensado algo en aquellos momentos. Finalmente, sintió de nuevo
escalofríos de fiebre y pensó con satisfacción que podía acostarse
en el diván sin tener que quitarse la ropa. Pronto se sumió en un
sueño pesado como el plomo.
Durmió largamente y casi sin soñar. A las diez de la mañana
siguiente, Nastasia entró en la habitación. No conseguía
despertarlo. Le llevaba pan y un poco de té en su propia tetera,
como el día anterior.
-¡Eh! ¿Todavía acostado? -gritó, indignada-. ¡No haces más que
dormir!
Raskolnikof se levantó con un gran esfuerzo. Le dolía la cabeza.
Dio una vuelta por el cuarto y volvió a echarse en el diván.
-¿Otra vez a dormir? -exclamó Nastasia-. ¿Es que estás enfermo?
Raskolnikof no contestó.
-¿Quieres té?
-Más tarde -repuso el joven penosamente. Luego cerró los ojos y
se volvió de cara a la pared.
StudioCreativo ¡Puro Arte!
Página 82