Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Pero, desde hacía algún tiempo, Raskolnikof era un hombre
dominado por las supersticiones. Incluso era fácil descubrir en él
los signos indelebles de esta debilidad. En el asunto que tanto le
preocupaba se sentía especialmente inclinado a ver coincidencias
sorprendentes, fuerzas extrañas y misteriosas. El invierno
anterior, un estudiante amigo suyo llamado Pokorev le había
dado, poco antes de regresar a Karkov, la dirección de la vieja
Alena Ivanovna, por si tenía que empeñar algo. Pasó mucho
tiempo sin que tuviera necesidad de ir a visitarla, pues con sus
lecciones podía ir viviendo mal que bien. Pero, hacía seis
semanas, había acudido a su memoria la dirección de la vieja.
Tenía dos cosas para empeñar: un viejo reloj de plata de su padre
y un anillo con tres piedrecillas rojas que su hermana le había
entregado en el momento de separarse, para que tuviera un
recuerdo de ella. Decidió empeñar el anillo. Cuando vio a Alena
Ivanovna, aunque no sabía nada de ella, sintió una repugnancia
invencible.
Después de recibir dos pequeños billetes, Raskolnikof entró en
una taberna que encontró en el camino. Se sentó, pidió té y
empezó a reflexionar. Acababa de acudir a su mente, aunque en
estado embrionario, como el polluelo en el huevo, una idea que le
interesó extraordinariamente.
Una mesa casi vecina a la suya estaba ocupada por un
estudiante al que no recordaba haber visto nunca y por un joven
oficial. Habían estado jugando al billar y se disponían a tomar el
té. De improviso, Raskolnikof oyó que el estudiante daba al oficial
la dirección de Alena Ivanovna y empezaba a hablarle de ella. Esto
le llamó la atención: hacía sólo un momento que la había dejado,
y ya estaba oyendo hablar de la vieja. Sin duda, esto no era sino
una simple coincidencia, pero su ánimo estaba dispuesto a
entregarse a una impresión obsesionante y no le faltó ayuda para
ello. El estudiante empezó a dar a su amigo detalles acerca de
Alena Ivanovna.
StudioCreativo ¡Puro Arte!
Página 78