Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Era una doncella de treinta y cinco años, desgarbada, y tan
tímida y bondadosa que rayaba en la idiotez. Temblaba ante su
hermana mayor, que la tenía esclavizada; la hacía trabajar noche
y día, e incluso llegaba a pegarle.
Plantada ante el comerciante y su esposa, con un paquete en la
mano, los escuchaba con atención y parecía mostrarse indecisa.
Ellos le hablaban con gran animación. Cuando Raskolnikof vio a
Lisbeth experimentó un sentimiento extraño, una especie de
profundo asombro, aunque el encuentro no tenía nada de
sorprendente.
-Usted y nadie más que usted, Lisbeth Ivanovna, ha de decidir lo
que debe hacer -decía el comerciante en voz alta-. Venga mañana
a eso de las siete. Ellos vendrán también.
-¿Mañana? -dijo Lisbeth lentamente y con aire pensativo, como si
no se atreviera a comprometerse.
-¡Qué miedo le tiene a Alena Ivanovna! -exclamó la esposa del
comerciante, que era una mujer de gran desenvoltura y voz
chillona-. Cuando la veo ponerse así, me parece estar mirando a
una niña pequeña. Al fin y al cabo, esa mujer que la tiene en un
puño no es más que su medio hermana.
-Le aconsejo que no diga nada a su hermana -continuó el
marido-. Créame. Venga a casa sin pedirle permiso. La cosa vale
la pena. Su hermana tendrá que reconocerlo.
-Tal vez venga.
-De seis a siete. Los vendedores enviarán a alguien y usted
resolverá.
-Le daremos una taza de té -prometió la vendedora.
-Bien, vendré -repuso Lisbeth, aunque todavía vacilante.
Y empezó a despedirse con su calma característica.
Raskolnikof había dejado ya tan atrás al matrimonio y su amiga,
que no pudo oír ni una palabra más. Había acortado el paso
insensiblemente y había procurado no perder una sola sílaba de la
conversación. A la sorpresa del primer momento había sucedido
StudioCreativo ¡Puro Arte!
Página 76