Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
veces había regresado a su casa sin saber las calles que había
recorrido; pero ¿por qué aquel encuentro tan importante para él,
a la vez que tan casual, que había tenido en la plaza del Mercado
(donde no tenía nada que hacer), se había producido entonces, a
aquella hora, en aquel minuto de su vida y en tales circunstancias
que todo ello había de ejercer la influencia más grave y decisiva
en su destino? Era para creer que el propio destino lo había
preparado todo de antemano.
Eran cerca de las nueve cuando llegó a la plaza del Mercado
Central. Los vendedores ambulantes, los comerciantes que tenían
sus puestos al aire libre, los tenderos, los almacenistas, recogían
sus cosas o cerraban sus establecimientos. Unos vaciaban sus
cestas, otros sus mesas y todos guardaban sus mercancías y se
disponían a volver a sus casas, a la vez que se dispersaban los
clientes. Ante los bodegones que ocupaban los sótanos de los
sucios y nauseabundos inmuebles de la plaza, y especialmente a
las puertas de las tabernas, hormigueaba una multitud de
pequeños traficantes y vagabundos.
Cuando salía de casa sin rumbo fijo, Raskolnikof frecuentaba esta
plaza y las callejas de los alrededores. Sus andrajos no atraían
miradas desdeñosas: allí podía presentarse uno vestido de
cualquier modo, sin temor a llamar la atención. En la esquina del
callejón K., un matrimonio de comerciantes vendía artículos de
mercería expuestos en dos mesas: carretes de hilo, ovillos de
algodón, pañuelos de indiana... También se estaban preparando
para marcharse. Su retraso se debía a que se habían entretenido
hablando con una conocida que se había acercado al puesto. Esta
conocida era Elisabeth Ivanovna, o Lisbeth, como la solían llamar,
hermana de Alena Ivanovna, viuda de un registrador, la vieja
Alena, la usurera cuya casa había visitado Raskolnikof el día
anterior para empeñar su reloj y hacer un «ensayo». Hacía tiempo
que tenía noticias de esta Lisbeth, y también ella conocía un poco
a Raskolnikof.
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