Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
clase de gente del pueblo. Todos están ebrios; todos cantan. Ante
la puerta hay un raro vehículo, una de esas enormes carretas de
las que suelen tirar robustos caballos y que se utilizan para el
transporte de barriles de vino y toda clase de mercancías.
Raskolnikof se deleitaba contemplando estas hermosas bestias de
largas crines y recias patas, que, con paso mesurado y natural y
sin fatiga alguna arrastraban verdaderas montañas de carga.
Incluso se diría que andaban más fácilmente enganchados a estos
enormes vehículos que libres.
Pero ahora -cosa extraña- la pesada carreta tiene entre sus varas
un caballejo de una delgadez lastimosa, uno de esos rocines de
aldeano que él ha visto muchas veces arrastrando grandes
carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a
golpes, llegando a pegarles incluso en la boca y en los ojos
cuando los pobres animales se esfuerzan en vano por sacar al
vehículo de un atolladero. Este espectáculo llenaba de lágrimas
sus ojos cuando era niño y lo presenciaba desde la ventana de su
casa, de la que su madre se apresuraba a retirarlo.
De pronto se oye gran algazara en la taberna, de donde se ve
salir, entre cantos y gritos, un grupo de corpulentos mujiks
embriagados, luciendo camisas rojas y azules, con la balalaika en
la mano y la casaca colgada descuidadamente en el hombro.
-¡Subid, subid todos! -grita un hombre todavía joven, de grueso
cuello, cara mofletuda y tez de un rojo de zanahoria-. Os llevaré a
todos. ¡Subid!
Estas palabras provocan exclamaciones y risas.
-¿Creéis que podrá con nosotros ese esmirriado rocín?
-¿Has perdido la cabeza, Mikolka? ¡Enganchar una bestezuela así
a semejante carreta!
-¿No os parece, amigos, que ese caballejo tiene lo menos veinte
años?
-¡Subid! ¡Os llevaré a todos! -vuelve a gritar Mikolka.
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