Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Si rechazaba todo aquello que podía suavizar su vida, hacerla un
poco menos ingrata, no era por principio, sino simplemente por
apatía, por indiferencia hacia su suerte. Sonia contaba que, al
principio, sus visitas, lejos de complacer a Raskolnikof, lo
irritaban. Sólo abría la boca para hacerle reproches. Pero después
se acostumbró a aquellas entrevistas, y llegaron a serle tan
indispensables, que cayó en una profunda tristeza en cierta
ocasión en que Sonia se puso enferma y estuvo algún tiempo sin
ir a visitarle.
Los días de fiesta lo veía en la puerta de la prisión o en el cuerpo
de guardia, adonde dejaban ir al preso para unos minutos cuando
ella lo solicitaba. Los días laborables iba a verlo en los talleres
donde trabajaba o en los cobertizos de la orilla del Irtych.
En sus cartas, Sonia hablaba también de sí misma. Decía que
había logrado crearse relaciones y obtener cierta protección en su
nueva vida. Se dedicaba a trabajos de aguja, y como en la ciudad
escaseaban las costureras, había conseguido bastantes clientes.
Lo que no decía era que había logrado que las autoridades se
interesaran por la suerte de Raskolnikof y lo excluyeran de los
trabajos más duros.
Al fin, Rasumikhine y Dunia supieron (esta carta, como todas las
últimas de Sonia, pareció a Dunia colmada de un terror
angustioso) que Raskolnikof huía de todo el mundo, que sus
compañeros de prisión no le querían, que estaba pálido como un
muerto y que pasaba días enteros sin pronunciar una sola palabra.
En una nueva carta, Sonia manifestó que Rodia estaba enfermo
de gravedad y se le había trasladado al hospital del presidio.
II
Hacía tiempo que llevaba la enfermedad en incubación, pero no
era la horrible vida del presidio, ni los traba