Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Se había despedido apresuradamente, al advertir una extraña
expresión en los ojos de Dunia mientras le hacía sus últimas
promesas.
-¿Por qué lloras? No llores, Dunia, no llores: algún día nos
volveremos a ver... ¡Ah, espera! Se me olvidaba.
Se acercó a la mesa, cogió un grueso y empolvado libro, lo abrió
y sacó un pequeño retrato pintado a la acuarela sobre una lámina
de marfil. Era la imagen de la hija de su patrona, su antigua
prometida, aquella extraña joven que soñaba con entrar en un
convento y que había muerto consumida por la fiebre. Observó un
momento aquella carita doliente, la besó y entregó el retrato a
Dunia.
-Le hablé muchas veces de «eso». Sólo a ella le hablé -dijo,
recordando-. Le confié gran parte de mi proyecto, del plan que
tuvo un resultado tan lamentable. Pero tranquilízate, Dunia: ella
se rebeló contra este acto como te has rebelado tú. Ahora celebro
que haya muerto.
Después volvió a sus inquietudes.
-Lo más importante es saber si he pensado bien en el paso que
voy a dar y que motivará un cambio completo de mi vida. ¿Estoy
preparado para sufrir las consecuencias de la resolución que voy a
llevar a cabo? Me dicen que es necesario que pase por ese trance.
Pero ¿es realmente preciso? ¿De qué me servirán esos absurdos
sufrimientos? ¿Qué vigor habré adquirido y qué necesidad tendré
de vivir cuando haya salido del presidio destrozado por veinte
años de penalidades? ¿Y por qué he de entregarme ahora
voluntariamente a semejante vida...? Bien me he dado cuenta
esta mañana de que era un cobarde cuando vacilaba en arrojarme
al Neva.
Al fin se marcharon. Durante esta escena, sólo el cariño que
sentía por su hermano había podido sostener a Dunia.
Se separaron, pero Dunetchka, después de haber recorrido no
más de cincuenta pasos, se volvió para mirar a su hermano por
StudioCreativo ¡Puro Arte!
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