Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-¡Alabado sea Dios! -exclamó Dunia-. Eso era precisamente lo
que temíamos Sonia Simonovna y yo. Eso demuestra que aún
crees en la vida. ¡Alabado sea Dios!
Raskolnikof sonrió amargamente.
-No creo en la vida. Pero hace un momento he hablado con
nuestra madre y nos hemos abrazado llorando. Soy un incrédulo,
pero le he pedido que rezara por mí. Sólo Dios sabe cómo ha
podido suceder esto, Dunetchka, pues yo no comprendo nada.
-¿Cómo? ¿Has estado hablando con nuestra madre? -exclamó
Dunetchka, aterrada-. ¿Habrás sido capaz de decírselo todo?
-No, yo no le he dicho nada claramente; pero ella sabe muchas
cosas. Te ha oído soñar en voz alta la noche pasada. Estoy seguro
de que está enterada de buena parte del asunto. Tal vez he hecho
mal en ir a verla. Ni yo mismo sé por qué he ido. Soy un hombre
vil, Dunia.
-Sí, pero dispuesto a ir en busca de la expiación. Porque irás,
¿verdad?
-Sí: iré en seguida. Para huir de este deshonor estaba dispuesto
a arrojarme al río, pero en el momento en que iba a hacerlo me
dije que siempre me había considerado como un hombre fuerte y
que un hombre fuerte no debe temer a la vergüenza. ¿Es esto un
acto de valor, Dunia?
-Sí, Rodia.
En los turbios ojos de Raskolnikof fulguró una especie de
relámpago. Se sentía feliz al pensar que no había perdido la
arrogancia.
-No creas, Dunia, que tuve miedo a morir ahogado -dijo, mirando
a su hermana con una sonrisa horrible.
-¡Basta, Rodia! -exclamó la joven con un gesto de dolor.
Hubo un largo silencio. Raskolnikof tenía la mirada fija en el
suelo. Dunetchka, en pie al otro lado de la mesa, le miraba con
una expresión de amargura indecible. De pronto, Rodia se
levantó.
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