Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Si, si. Adiós.
Y huyó.
La tarde era tibia, luminosa. Pasada la mañana, el tiempo se
había ido despejando. Raskolnikof deseaba volver a su casa
cuanto antes. Quería dejarlo todo terminado antes de la puesta
del sol y su mayor deseo era no encontrarse con nadie por el
camino.
Al subir la escalera advirtió que Nastasia, ocupada en preparar el
té en la cocina, suspendía su trabajo para seguirle con la mirada.
«¿Habrá alguien en mi habitación?», se preguntó Raskolnikof, y
pensó en el odioso Porfirio.
Pero cuando abrió la puerta de su aposento vio a Dunetchka
sentada en el diván. Estaba pensativa y debía de esperarle desde
hacía largo rato. Rodia se detuvo en el umbral. Ella se estremeció
y se puso en pie. Su inmóvil mirada se fijó en su hermano:
expresaba espanto y un dolor infinito. Esta mirada bastó para que
Raskolnikof comprendiera que Dunia lo sabía todo.
-¿Debo entrar o marcharme? -preguntó el joven en un tono de
desafío.
-He pasado el día en casa de Sonia Simonovna. Allí te
esperábamos las dos. Confiábamos en que vendrías.
Raskolnikof entró en la habitación y se dejó caer en una silla,
extenuado.
-Me siento débil, Dunia. Estoy muy fatigado y, sobre todo en este
momento, necesitaría disponer de todas mis fuerzas.
Él le dirigió de nuevo una mirada retadora.
-¿Dónde has pasado la noche? -preguntó Dunia.
-No lo recuerdo. Lo único que me ha quedado en la memoria es
que tenía el propósito de tomar una determinación definitiva y
paseaba a lo largo del Neva. Quería terminar, pero no me he
decidido.
Al decir esto, miraba escrutadoramente a su hermana.
StudioCreativo ¡Puro Arte!
Página 627