Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Raskolnikof cayó a los pies de su madre y empezó a besarlos.
Después los dos se abrazaron y lloraron. La madre ya no daba
muestras de sorpresa ni hacia pregunta alguna. Hacía tiempo que
sospechaba que su hijo atravesaba una crisis terrible y
comprendía que había llegado el momento decisivo.
-Rodia, hijo mío, mi primer hijo -decía entre sollozos-, ahora te
veo como cuando eras niño y venías a besarme y a ofrecerme tus
caricias. Entonces, cuando aún vivía tu padre, tu presencia
bastaba para consolarnos de nuestras penas. Después, cuando el
pobre ya habia muerto, ¡cuántas veces lloramos juntos ante su
tumba, abrazados como ahora! Si hace tiempo que no ceso de
llorar es porque mi corazón de madre se sentía torturado por
terribles presentimientos. En nuestra primera entrevista, la misma
tarde de nuestra llegada a Petersburgo, tu cara me anunció algo
tan doloroso, que mi corazón se paralizó, y hoy, cuando te he
abierto la puerta y te he visto, he comprendido que el momento
fatal había llegado. Rodia, ¿verdad que no partes en seguida?
-No.
-¿Volverás?
-Si.
-No te enfades, Rodia; no quiero interrogarte; no me atrevo a
hacerlo. Pero quisiera que me dijeses una cosa: ¿vas muy lejos?
-Sí, muy lejos.
-¿Tendrás allí un empleo, una posición?
-Te