Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
de dedicarse a semejante ocupación en aquellos momentos; volvió
en sí, se estremeció y salió de la habitación con paso firme. Un
minuto después estaba en la calle. Una niebla opaca y densa
flotaba sobre la ciudad. Svidrigailof se dirigió al Pequeño Neva por
el sucio y resbaladizo pavimento de madera, y mientras avanzaba
veía con la imaginación la crecida nocturna del río, la isla
Petrovski, con sus senderos empapados, su hierba húmeda, sus
sotos, sus macizos cargados de agua y, en fin, aquel árbol...
Entonces, indignado consigo mismo, empezó a observar los
edificios junto a los cuales pasaba, para desviar el curso de sus
ideas.
La avenida estaba desierta: ni un peatón, ni un coche. Las casas
bajas, de un amarillo intenso, con sus ventanas y sus postigos
cerrados tenían un aspecto sucio y triste. El frío y la humedad
penetraban en el cuerpo de Svidrigailof y lo estremecían. De vez
en cuando veía un rótulo y lo leía detenidamente. Al fin terminó el
pavimento de madera y se encontró en las cercanías de un gran
edificio de piedra. Entonces vio un perro horrible que cruzaba la
calzada con el rabo entre piernas. En medio de la acera, tendido
de bruces, había un borracho. Lo miró un momento y continuó su
camino.
A su izquierda se alzaba una torre.
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