Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Raskolnikof se echó a reír.
-¡Bah! -exclamó el agente mientras sacudía la mano con ademán
desdeñoso.
Y continuó la persecución del elegante señor y de la muchacha.
Sin duda había tomado a Raskolnikof por un loco o por algo peor.
Cuando el joven se vio solo se dijo, indignado:
«Se lleva mis veinte kopeks. Ahora hará que el otro le pague
también y le dejará la muchacha: así terminará la cosa. ¿Quién
me ha mandado meterme a socorrerla? ¿Acaso esto es cosa mía?
Sólo piensan en comerse vivos unos a otros. ¿A mí qué me
importa? Tampoco sé cómo me he atrevido a dar esos veinte
kopeks. ¡Como si fueran míos...!»
A pesar de estas extrañas palabras, tenía el corazón oprimido. Se
sentó en el banco abandonado. Sus pensamientos eran
incoherentes. Por otra parte, pensar, fuera en lo que fuere, era
para él un martirio en aquel momento. Hubiera deseado olvidarlo
todo, dormirse, después despertar y empezar una nueva vida.
«¡Pobre muchacha! -se dijo mirando el pico del banco donde
había estado sentada-. Cuando vuelva en sí, llorará y su madre se
enterará de todo. Primero, su madre le pegará, después la azotará
cruelmente, como a un ser vil, y acto seguido, a lo mejor, la
echará a la calle. Aunque no la eche, una Daría Frantzevna
cualquiera acabará por olfatear la presa, y ya tenemos a la pobre
muchacha rodando de un lado a otro... Después el hospital (así
ocurre siempre a las que tienen madres honestas y se ven
obligadas a hacer las cosas discretamente), y después...
después... otra vez al hospital. Dos o tres años de esta vida, y ya
es un ser acabado; sí, a los dieciocho o diecinueve años, ya es
una mujer agotada... ¡Cuántas he visto así! ¡Cuántas han llegado
a eso! Sí, todas empiezan como ésta... Pero ¡qué me importa a
mí! Un tanto por ciento al año ha de terminar así y desaparecer.
Dios sabe dónde..., en el infierno, sin duda, para garantizar la
tranquilidad de los demás... ¡Un tanto por ciento! ¡Qué
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