Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Lo más importante -exclamó Raskolnikof, agitado-, lo más
importante es no permitir que caiga en manos de ese malvado. La
ultrajaría por segunda vez; sus pretensiones son claras como el
agua. ¡Mírelo! El muy granuja no se va.
Hablaba en voz alta y señalaba al desconocido con el dedo. Éste
lo oyó y pareció que iba a dejarse llevar de la cólera, pero se
contuvo y se limitó a dirigirle una mirada desdeñosa. Luego se
alejó lentamente una docena de pasos y se detuvo de nuevo.
-No permitir que caiga en sus manos -repitió el agente,
pensativo-. Desde luego, eso se podría conseguir. Pero tenemos
que averiguar su dirección. De lo contrario... Oiga, señorita.
Dígame...
Se había inclinado de nuevo sobre ella. De súbito, la muchacha
abrió los ojos por completo, miró a los dos hombres atentamente
y, como si la luz se hiciera repentinamente en su cerebro, se
levantó del banco y emprendió a la inversa el camino por donde
había venido.
-¡Los muy insolentes! -murmuró-. ¡No me los puedo quitar de
encima!
Y agitó de nuevo los brazos con el gesto del que quiere rechazar
algo. Iba con paso rápido y todavía inseguro. El elegante
desconocido continuó la persecución, pero por el otro lado de la
calzada y sin perderla de vista.
-No se inquiete -dijo resueltamente el policía, ajustando su paso
al de la muchacha-: ese hombre no la molestará. ¡Ah, cuánto vicio
hay por el mundo! -repitió, y lanzó un suspiro.
En ese momento, Raskolnikof se sintió asaltado por un impulso
incomprensible.
-¡Oiga! -gritó al noble bigotudo.
El policía se volvió.
-¡Déjela! ¿A usted qué? ¡Deje que se divierta! -y señalaba al
perseguidor-. ¿A usted qué?
El agente no comprendía. Le miraba con los ojos muy abiertos.
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