Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
roto y el temor de que su madre le pegara. La niña hablaba sin
cesar.
Svidrigailof dedujo que se trataba de una niña a la que su madre
no quería demasiado. Ésta debía de ser una cocinera del barrio,
tal vez del hotel mismo, aficionada a la bebida y que solía
maltratar a la pobre criatura. La niña había roto una taza y había
huido presa de terror. Sin duda había estado vagando largo rato
por la calle, bajo la fuerte lluvia, y al fin había entrado en el hotel
para refugiarse en aquel rincón, junto al armario, donde había
pasado la noche temblando de frío y de miedo ante la idea del
duro castigo que le esperaba por su fechoría.
La cogió en sus brazos, la llevó a su habitación, la puso en la
cama y empezó a desnudarla. No llevaba medias y sus
agujereados zapatos estaban tan empapados como si hubieran
pasado una noche entera dentro del agua. Cuando le hubo quitado
el vestido, la acostó y la tapó cuidadosamente con la ropa de la
cama. La niña se durmió en seguida. Svidrigailof volvió a sus
sombríos pensamientos.
«¿Para qué me habré metido en esto? -se dijo con una sensación
opresiva y un sentimiento de cólera-. ¡Qué absurdo!»
Cogió la bujía para volver a buscar al mozo y marcharse cuanto
antes.
«Es una golfilla», pensó, añadiendo una palabrota, en el
momento de abrir la puerta.
Pero volvió atrás para ver si la niña dormía tranquilamente.
Levantó el embozo con cuidado. La chiquilla estaba sumida en un
plácido sueño. Había entrado en calor y sus pálidas mejillas se
habían coloreado. Pero, cosa extraña, el color de aquella carita era
mucho más vivo que el que vemos en los niños ordinariamente.
«Es el color de la fiebre», pensó Svidrigailof.
Aquella niña tenía el aspecto de haber bebido, de haberse bebido
un vaso de vino entero. Sus purpúreos labios parecían arder...
¿Pero qué era aquello? De pronto le pareció que las negras y
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