Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
cuevas serán arrastradas por la corriente y, en medio del viento y
la lluvia, los hombres, calados hasta los huesos, empezarán a
transportar, entre juramentos, todos sus trastros a los pisos altos
de las casas. A todo esto, ¿qué hora será?»
En el momento en que se hacía esta pregunta, en un reloj
cercano resonaron tres poderosas y apremiantes campanadas.
«Dentro de una hora será de día. ¿Para qué esperar más? Voy a
marcharme ahora mismo. Me iré directamente a la isla Petrovski.
Allí elegiré un gran árbol tan empapado de lluvia que, apenas lo
roce con el hombro, miles de diminutas gotas caerán sobre mi
cabeza.»
Se retiró de la ventana, la cerró, encendió la bujía, se vistió y
salió al pasillo con la palmatoria en la mano. Se proponía
despertar al mozo, que sin duda dormiría en un rincón, entre un
montón de trastos viejos, pagar la cuenta y salir del hotel.
«He escogido el mejor momento -se dijo- Imposible encontrar
otro más indicado.»
Estuvo un rato yendo y viniendo por el estrecho y largo corredor
sin ver a nadie. Al fin descubrió en un rincón oscuro, entre un
viejo armario y una puerta, una forma extraña que le pareció
dotada de vida. Se inclinó y, a la luz de la bujía, vio a una niña de
unos cuatro años, o cinco a lo sumo. Lloraba entre temblores y
sus ropitas estaban empapadas. No se asustó al ver a Svidrigailof,
sino que se limitó a mirarlo con una expresión de inconsciencia en
sus grandes ojos negros, respirando profundamente de vez en
cuando, como ocurre a los niños que, después de haber llorado
largamente, empiezan a consolarse y sólo de tarde en tarde le
acometen de nuevo los sollozos. La niña estaba helada y en su
fina carita había una mortal palidez. ¿P