Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
raso blanco, y sobre la mesa, un ataúd acolchado, orlado de
blancos encajes y rodeado de guirnaldas de flores. En el féretro,
sobre un lecho de flores, descansaba una muchachita vestida de
tul blanco. Sus manos, cruzadas sobre el pecho, parecían talladas
en mármol. Su cabello, suelto y de un rubio claro, rezumaba agua.
Una corona de rosas ceñía su frente. Su perfil severo y ya
petrificado parecía igualmente de mármol. Sus pálidos labios
sonreían, pero esta sonrisa no tenía nada de infantil: expresaba
una amargura desgarradora, una tristeza sin límites.
Svidrigailof conocía a aquella jovencita. Cerca del ataúd no había
ninguna imagen, ningún cirio encendido, ni rumor alguno de
rezos. Aquella muchacha era una suicida: se había arrojado al río.
Sólo tenia catorce años y había sufrido un ultraje que había
destrozado su corazón, llenado de terror su conciencia infantil,
colmado su alma de una vergüenza que no merecía y arrancado
de su pecho un grito supremo de desesperación que el mugido del
viento había ahogado en una noche de deshielo húmeda y
tenebrosa...
Svidrigailof se despertó, saltó de la cama y se fue hacia la
ventana. Buscó a tientas la falleba y abrió. El viento entró en el
cuartucho, y Svidrigailof tuvo la sensación de que una helada
escarcha cubría su rostro y su pecho, sólo protegido por la
camisa. Debajo de la ventana debía de haber, en efecto, una
especie de jardín..., probablemente un jardín de recreo. Durante
el día se cantarían allí canciones ligeras y se serviría té en
veladores. Pero ahora los árboles y los arbustos goteaban, reinaba
una oscuridad de caverna y las cosas eran manchas oscuras
apenas perceptibles.
Svidrigailof estuvo cinco minutos acodado en el antepecho de la
ventana mirando aquellas tinieblas. De pronto resonó un cañonazo
en la noche, al que siguió otro inmediatamente.
« La señal de que sube el agua -pensó-. Dentro de unas horas,
las panes bajas de la ciudad estarán inundadas. Las ratas de las
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