Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
almohada al suelo, pero notó que algo había saltado sobre su
pecho y se paseaba por encima de su camisa. En este momento
se estremeció de pies a cabeza y se despertó. La oscuridad
reinaba en la habitación y él estaba acostado y bien tapado como
poco antes. Fuera seguía rugiendo el viento.
« ¡Esto es insufrible! » se dijo con los nervios crispados.
Se levantó y se sentó en el borde del lecho, dando la espalda a
la ventana.
«Es preferible no dormir», decidió.
De la ventana llegaba un aire frío y húmedo. Sin moverse de
donde estaba, Svidrigailof tiró de la cubierta y se envolvió en ella.
Pero no encendió la bujía. No pensaba en nada, no quería pensar.
Sin embargo, vagas visiones, ideas incoherentes, iban desfilando
por su cerebro. Cayó en una especie de letargo. Fuera por la
influencia del frío, de la humedad, de las tinieblas o del viento que
seguía agitando el ramaje, lo cierto es que sus pensamientos
tomaron un rumbo fantástico. No veía más que flores. Un bello
paisaje se ofrecía a sus ojos. Era un día tibio, casi cálido; un da de
fiesta: la Trinidad. Estaba contemplando un lujoso chalé de tipo
inglés rodeado de macizos repletos de flores. Plantas trepadoras
adornaban la escalinata guarnecida de rosas. A ambos lados de
las gradas de mármol, cubiertas por una rica alfombra, se veían
jarrones chinescos repletos de flores raras. Las ventanas
ostentaban la delicada blancura de los jacintos, que pendían de
sus largos y verdes tallos sumergidos en floreros, y de ellos se
desprendía un perfume embriagador.
Svidrigailof no sentía ningún deseo de alejarse de allí. Subió por
la escalinata y llegó a un salón de alto techo, repleto también de
flores. Había flores por todas partes: en las ventanas, al lado de
las puertas abiertas, en el mirador... El entarimado estaba
cubierto de fragante césped recién cortado. Por las ventanas
abiertas penetraba una brisa deliciosa. Los pájaros cantaban en el
jardín. En medio de la estancia había una gran mesa revestida de
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