Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
debajo de la escalera. No había otra: el hotel estaba lleno. El
mozo esperaba, mirando a Svidrigailof con expresión interrogante.
-¿Tienen té? -preguntó el huésped.
-Sí.
-¿Y qué más?
-Ternera, vodka, fiambres...
-Tráigame un trozo de carne y té.
-¿Nada más? -preguntó el sirviente con cierto asombro. -Nada
más.
El mozo se fue, dando muestras de contrariedad.
«Este lugar no debe de ser muy decente -pensó Svidrigailof-.
¿Cómo es posible que no lo haya advertido antes? También yo
debo de tener el aspecto de un hombre que viene de divertirse y
ha tenido una aventura por el camino. Me gustaría saber qué clase
de gente se hospeda aquí.»
Encendió la bujía y examinó el aposento atentamente. Era una
verdadera jaula en la que habían abierto una ventana. Tan bajo
tenía el techo, que un hombre de la talla de Svidrigailof
difícilmente podía estar de pie. Además de la sucia cama, había
una mesa de madera blanca pintada y una silla, lo que bastaba
para llenar la habitación. Las paredes parecían construidas con
simples tablas y estaban revestidas de un papel tan sucio y lleno
de polvo que era imposible deducir su color. La escalera cortaba al
sesgo el techo y un trozo de pared, lo que daba a la pieza un
aspecto de buhardilla.
Svidrigailof depositó la bujía en la mesa, se sentó en la cama y
empezó a reflexionar. Pero un murmullo de voces, que subían de
tono hasta convertirse en gritos y que procedían de la habitación
inmediata, acabó por atraer su atención. Aguzó el oído. Sólo una
persona hablaba, quejándose a otra con voz plañidera.
Svidrigailof se levantó, puso la mano a modo de pantalla delante
de la llama de la bujía y en seguida distinguió una grieta
iluminada en el tabique. Se acercó y miró. La habitación era un
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