Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
departamentos habitados por modestos artesanos de toda
especie: sastres, cerrajeros... Había allí cocineras, alemanes,
prostitutas, funcionarios de ínfima categoría. El ir y venir de gente
era continuo a través de las puertas y de los dos patios del
inmueble. Lo guardaban tres o cuatro porteros, pero nuestro
joven tuvo la satisfacción de no encontrarse con ninguno.
Franqueó el umbral y se introdujo en la escalera de la derecha,
estrecha y oscura como era propio de una escalera de servicio.
Pero estos detalles eran familiares a nuestro héroe y, por otra
parte, no le disgustaban: en aquella oscuridad no había que temer
a las miradas de los curiosos.
«Si tengo tanto miedo en este ensayo, ¿qué sería si viniese a
llevar a cabo de verdad el "negocio"?», pensó involuntariamente al
llegar al cuarto piso.
Allí le cortaron el paso varios antiguos soldados que hacían el
oficio de mozos y estaban sacando los muebles de un
departamento ocupado -el joven lo sabía- por un funcionario
alemán casado.
«Ya que este alemán se muda -se dijo el joven-, en este rellano
no habrá durante algún tiempo más inquilino que la vieja. Esto
está más que bien.»
Llamó a la puerta de la vieja. La campanilla resonó tan
débilmente, que se diría que era de hojalata y no de cobre. Así
eran las campanillas de los pequeños departamentos en todos los
grandes edificios semejantes a aquél. Pero el joven se había
olvidado ya de este detalle, y el tintineo de la campanilla debió de
despertar claramente en él algún viejo recuerdo, pues se
estremeció. La debilidad de sus nervios era extrema.
Transcurrido un instante, la puerta se entreabrió. Por la estrecha
abertura, la inquilina observó al intruso con evidente
desconfianza. Sólo se veían sus ojillos brillando en la sombra. Al
ver que había gente en el rellano, se tranquilizó y abrió la puerta.
El joven franqueó el umbral y entró en un vestíbulo oscuro,
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