Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
dividido en dos por un tabique, tras el cual había una minúscula
cocina. La vieja permanecía inmóvil ante él. Era una mujer
menuda, reseca, de unos sesenta años, con una nariz puntiaguda
y unos ojos chispeantes de malicia. Llevaba la cabeza descubierta,
y sus cabellos, de un rubio desvaído y con sólo algunas hebras
grises, estaban embadurnados de aceite. Un viejo chal de franela
rodeaba su cuello, largo y descarnado como una pata de pollo, y,
a pesar del calor, llevaba sobre los hombros una pelliza, pelada y
amarillenta. La tos la sacudía a cada momento. La vieja gemía. El
joven debió de mirarla de un modo algo extraño, pues los
menudos ojos recobraron su expresión de desconfianza.
-Raskolnikof, estudiante. Vine a su casa hace un mes -barbotó
rápidamente, inclinándose a medias, pues se había dicho que
debía mostrarse muy amable.
-Lo recuerdo, muchacho, lo recuerdo perfectamente -articuló la
vieja, sin dejar de mirarlo con una expresión de recelo.
-Bien; pues he venido para un negocillo como aquél -dijo
Raskolnikof, un tanto turbado y sorprendido por aquella
desconfianza.
«Tal vez esta mujer es siempre así y yo no lo advertí la otra
vez», pensó, desagradablemente impresionado.
La vieja no contestó; parecía reflexionar.