Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-No, no le he hablado de esto y no sé si está ahora en su casa.
Creo que sí que estará, pues ha enterrado hoy a su madrastra y
no debe de tener humor para salir. No he querido hablar a nadie
de este asunto, e incluso siento haberme franqueado un poco con
usted. En este caso, la menor imprudencia equivale a una
denuncia... He aquí la casa donde vivo. Ya hemos llegado. Ese
hombre que ve usted a la puerta es nuestro portero. Me conoce
perfectamente y, como usted ve, me saluda. Bien ha advertido
que voy acompañado de una dama y, sin duda, ha visto su cara.
Estos detalles pueden tranquilizarla si usted desconfía de mí.
Perdóneme si le hablo tan crudamente. Yo tengo mi habitación
junto a la de Sonia Simonovna. Las dos piezas están separadas
solamente por un tabique. En el piso hay numerosos inquilinos. ¿A
qué vienen, pues, esos temores infantiles? No soy tan temible
como todo eso.
Svidrigailof esbozó una sonrisa bonachona, pero estaba ya
demasiado nervioso para desempeñar a la perfección su papel. Su
corazón latía con violencia; sentía una fuerte opresión en el
pecho. Procuraba levantar la voz para disimular su creciente
agitación. Pero Dunia ya no veía nada: las últimas palabras de
Svidrigailof sobre sus temores de niña la habían herido en su
amor propio hasta cegarla.
-Aunque sé que es usted un hombre sin honor -dijo, afectando
una calma que desmentía el vivo color de su rostro-, no me
inspira usted temor alguno. Indíqueme el camino.
Svidrigailof se detuvo ante la habitación de Sonia.
-Permítame que vea si está... Pues no, se ha marchado. Es una
contrariedad. Pero estoy seguro de que no tardará en volver. Sin
duda ha ido a ver a una señora por el asunto de los huérfanos. La
madre de esos niños acaba de morir. Yo me he interesado en el
asunto y he dado ya ciertos pasos. Si Sonia Simonovna no ha
regresado dentro de diez minutos y usted quiere hablar con ella,
la enviaré a su casa esta misma tarde. Ya estamos en mis
StudioCreativo ¡Puro Arte!
Página 592