Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
muchacha dándole lecciones de francés y de baile. Ellas aceptan
con entusiasmo, se consideran muy honradas, etcétera..., y yo
sigo visitándolas. ¿Quiere usted que vayamos a verlas? Pero habrá
de ser más tarde.
-¡Basta! No quiero seguir escuchando sus sucias y viles
anécdotas, hombre ruin y corrompido.
-¡Ah, escuchemos al poeta! ¡Oh Schiller! ¿Dónde va a esconderse
la virtud...? Mire, le contaré cosas como ésta sólo para oír sus
gritos de indignación. Es para mí un verdadero placer.
-Lo creo. Hasta yo mismo me veo en ridículo en estos instantes
-murmuró Raskolnikof, indignado.
Svidrigailof reía a mandíbula batiente. Al fin llamó a Felipe y,
después de haber pagado su consumición, se levantó.
-Vámonos. Estoy bebido. Assez causé -exclamó-. He tenido un
verdadero placer.
-Lo creo. ¿Cómo no ha de ser un placer para usted referir
anécdotas escabrosas? Esto es una verdadera satisfacción para un
hombre encenagado en el vicio y desgastado por la disipación,
sobre todo cuando tiene un proyecto igualmente monstruoso y lo
cuenta a un hombre como yo... Es una cosa que fustiga los
nervios.
-Pues si es así -dijo Svidrigailof con cierto asombro-, si es así, a
usted no le falta cinismo. Usted es capaz de comprender muchas
cosas. Bueno, basta ya. Siento de veras no poder seguir hablando
con usted. Pero ya volveremos a vernos... Tenga un poco de
paciencia.
Salió de la taberna seguido de Raskolnikof. Su embriaguez se
disipaba a ojos vistas. Parecía preocupado por asuntos
importantes y su semblante se había nublado como si esperase
algún grave acontecimiento. Su actitud ante Raskolnikof era cada
vez más grosera e irónica. El joven se dio cuenta de este cambio y
se turbó. Aquel hombre le inspiraba una gran desconfianza. Ajustó
su paso al de él.
StudioCreativo ¡Puro Arte!
Página 586