Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
inconsciente; había cruzado las piernas, adoptando una actitud
desvergonzada, y todo parecía indicar que no se daba cuenta de
que estaba en la calle.
Raskolnikof no se sentó, pero tampoco quería marcharse.
Permanecía de pie ante ella, indeciso.
Aquel bulevar, poco frecuentado siempre, estaba completamente
desierto a aquella hora: alrededor de la una de la tarde. Sin
embargo, a unos cuantos pasos de allí, en el borde de la calzada,
había un hombre que parecía sentir un vivo deseo de acercarse a
la muchacha, por un motivo a otro. Sin duda había visto también
a la joven antes de que llegara al banco y la había seguido, pero
Raskolnikof le había impedido llevar a cabo sus planes. Dirigía al
joven miradas furiosas, aunque a hurtadillas, de modo que
Raskolnikof no se dio cuenta, y esperaba con impaciencia el
momento en que el desharrapado joven le dejara el campo libre.
Todo estaba perfectamente claro. Aquel señor era un hombre de
unos treinta años, bien vestido, grueso y fuerte, de tez roja y
boca pequeña y encarnada, coronada por un fino bigote.
Al verle, Raskolnikof experimentó una violenta cólera. De súbito
le acometió el deseo de insultar a aquel fatuo.
-Diga, Svidrigailof: ¿qué busca usted aquí? -exclamó cerrando los
puños y con una sonrisa mordaz.
-¿Qué significa esto? -exclamó el interpelado con arrogancia,
frunciendo las cejas y mientras su semblante adquiría una
expresión de asombro y disgusto.
-¡Largo de aquí! Esto es lo que significa.
-¿Cómo te atreves, miserable...?
Levantó su fusta. Raskolnikof se arrojó sobre él con los puños
cerrados, sin pensar en que su adversario podía deshacerse sin
dificultad de dos hombres como él. Pero en este momento alguien
le sujetó fuertemente por la espalda. Un agente de policía se
interpuso entre los dos rivales.
-¡Calma, señores! No se admiten riñas en los lugares públicos.
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