Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Aquí todo el mundo peca de lo mismo -replicó Svidrigailof
echándose a reír-. Ni siquiera cuando se cree en un milagro hay
nadie que se atreva a confesarlo. Incluso usted mismo ha dicho
que se trata «tal vez» de un azar. ¡Qué poco valor tiene aquí la
gente para mantener sus opiniones! No se lo puede usted
imaginar, Rodion Romanovitch. No digo esto por usted, que tiene
una opinión personal y la sostiene con toda franqueza. Por eso
mismo me ha llamado la atención lo que ha dicho.
-¿Por eso sólo?
-Es más que suficiente.
Svidrigailof estaba visiblemente excitado, aunque no en extremo,
pues sólo había bebido medio vaso de champán.
-Me parece que cuando usted vino a mi casa -observó
Raskolnikof- no sabía aún que yo tenía eso que usted llama una
opinión personal.
-Entonces nos preocupaban otras cosas. Cada cual tiene sus
asuntos. En lo que concierne al milagro, debo decirle que parece
haber pasado usted durmiendo estos días. Yo le di la dirección de
esta casa. El hecho de que usted haya venido no tiene, pues, nada
de extraordinario. Yo mismo le indiqué el camino que debía seguir
y las horas en que podría encontrarme aquí. ¿No recuerda usted?
-No; no lo había olvidado -repuso Raskolnikof, profundamente
sorprendido.
-Lo creo. Se lo dije dos veces. La dirección se grabó en su
cerebro sin que usted se diera cuenta, y ahora ha seguido este
camino sin saber lo que hacía. Por lo demás, cuando le hablé de
todo esto, yo no esperaba que usted se acordase. Usted no se
cuida, Rodion Romanovitch... ¡Ah! Quiero decirle otra cosa. En
Petersburgo hay mucha gente que va hablando sola por la calle.
Uno se encuentra a cada paso con personas que están medio
locas. Si tuviéramos verdaderos sabios, los médicos, los juristas y
los filósofos podrían hacer aquí, cada uno en su especialidad,
estudios sumamente interesantes. No hay ningún otro lugar donde
StudioCreativo ¡Puro Arte!
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