Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
unos dieciocho años, y, a pesar de los cantos que llegaban de la
sala, entonaba una cancioncilla trivial con una voz de contralto
algo ronca, acompañada por el organillo.
-¡Basta! -dijo Svidrigailof a los artistas al ver entrar a
Raskolnikof.
La muchacha dejó de cantar en el acto y esperó en actitud
respetuosa. También respetuosa y gravemente acababa de cantar
su vulgar cancioncilla.
-¡Felipe, un vaso! -pidió a voces Svidrigailof.
-Yo no bebo vino -dijo Raskolnikof.
-Como usted guste. Pero no he pedido un vaso para usted. Bebe,
Katia. Hoy ya no lo volveré a necesitar. Toma.
Le sirvió un gran vaso de vino y le entregó un pequeño billete
amarillo.
La muchacha apuró el vaso de un solo trago, como hacen todas
las mujeres, tomó el billete y besó la mano de Svidrigailof, que
aceptó con toda seriedad esta demostración de respeto servil.
Acto seguido, la joven se retiró acompañada del organillero.
Svidrigailof los había encontrado a los dos en la calle. Aún no
hacía una semana que estaba en Petersburgo y ya parecía un
antiguo cliente de la casa. Felipe, el camarero, le servía como a un
parroquiano distinguido. La puerta que daba al salón estaba
cerrada, y Svidrigailof se desenvolvía en aquel establecimiento
como en casa propia. Seguramente pasaba allí el día. Aquel local
era un antro sucio, innoble, inferior a la categoría media de esta
clase de establecimientos.
-Iba a su casa -dijo Raskolnikof-, y, no sé por qué, he tomado la
avenida ... al dejar la plaza del Mercado. No paso nunca por aquí.
Doblo siempre hacia la derecha al salir de la plaza. Además, éste
no es el camino de su casa. Apenas he doblado hacia este lado, le
he visto a usted. Es extraño, ¿verdad?
-¿Por qué no dice usted, sencillamente, que esto es un milagro?
-Porque tal vez no es más que un azar.
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