Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
de la plaza del Mercado, que acababa de atravesar. El segundo
piso de la casa que había a su izquierda estaba ocupado por una
taberna. Tenía abiertas todas las ventanas y, a juzgar por las
personas que se veían junto a ellas, el establecimiento debía de
estar abarrotado. De él salían cantos, acompañados de una
música de clarinete, violín y tambor. Se oían también voces y
gritos de mujer.
Raskolnikof se disponía a desandar lo andado, sorprendido de
verse allí, cuando, de pronto, distinguió en una de las últimas
ventanas a Svidrigailof, con la pipa en la boca y ante un vaso de
té. El joven sintió una mezcla de asombro y horror. Svidrigailof le
miró en silencio y -cosa que sorprendió a Raskolnikof todavía más
profundamente- se levantó de pronto, como si pretendiera
eclipsarse sin ser visto. Rodia fingió no verle, pero mientras
parecía mirar a lo lejos distraído, le observaba con el rabillo del
ojo. El corazón le latía aceleradamente. No se había equivocado:
Svidrigailof deseaba pasar inadvertido. Se quitó la pipa de la boca
y se dispuso a ocultarse, pero, al levantarse y apartar la silla,
advirtió sin duda que Raskolnikof le espiaba. Se estaba repitiendo
entre ellos la escena de su primera entrevista. Una sonrisa
maligna se esbozó en los labios de Svidrigailof. Después la sonrisa
se hizo más amplia y franca. Los dos se daban cuenta de que se
vigilaban mutuamente. Al fin, Svidrigailof lanzó una carcajada.
-¡Eh! -le gritó-. ¡Suba en vez de estar ahí parado!
Raskolnikof subió a la taberna. Halló a su hombre en un gabinete
contiguo al salón donde una nutrida clientela -pequeños
burgues W2