Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
alma esta angustia que le torturaba. Luego había ido creciendo,
amasándose, desarrollándose, y últimamente parecía haberse
abierto como una flor y adoptado la forma de una espantosa,
fantástica y brutal interrogación que le atormentaba sin descanso
y le exigía imperiosamente una respuesta.
La carta de su madre había caído sobre él como un rayo. Era
evidente que ya no había tiempo para lamentaciones ni penas
estériles. No era ocasión de ponerse a razonar sobre su
impotencia, sino que debía obrar inmediatamente y con la mayor
rapidez posible. Había que tomar una determinación, una
cualquiera, costara lo que costase. Había que hacer esto o...
-¡Renunciar a la verdadera vida! -exclamó en una especie de
delirio-. Aceptar el destino con resignación, aceptarlo tal como es
y para siempre, ahogar todas las aspiraciones, abdicar
definitivamente el derecho de obrar, de vivir, de amar...
«¿Comprende usted lo que significa no tener adónde ir?» Éstas
habían sido las palabras pronunciadas por Marmeladof la víspera y
de las que Raskolnikof se había acordado súbitamente, porque
«todo hombre debe tener un lugar adonde ir».
De pronto se estremeció. Una idea que había cruzado su mente
el día anterior acababa de acudir nuevamente a su cerebro. Pero
no era la vuelta de este pensamiento lo que le había sacudido.
Sabía que la idea tenía que volver, lo presentía, lo esperaba. No
obstante, no era exactamente la misma que la de la víspera. La
diferencia consistía en que la del día anterior, idéntica a la de todo
el mes último, no era más que un sueño, mientras que ahora...
ahora se le presentaba bajo una forma nueva, amenazadora,
misteriosa. Se daba perfecta cuenta de ello. Sintió como un golpe
en la cabeza; una nube se extendió ante sus ojos.
Dirigió una rápida mirada en torno de él como si buscase algo.
Experimentaba la necesidad de sentarse. Su vista erraba en busca
de un banco. Estaba en aquel momento en el bulevar K..., y el
banco se ofreció a sus ojos, a unos cien pasos de distancia.
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