CRIMEN Y CASTIGO - FIÓDOR DOSTOYEVSKI | Page 537

Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski junto al ataúd. Poletchka lloraba. Tras ella, Sonia rezaba, procurando ocultar sus lágrimas. « En todos estos días -se dijo Raskolnikof- no me ha dirigido ni una palabra ni una mirada.» El sol iluminaba la habitación, y el humo del incienso se elevaba en densas volutas. El sacerdote leyó: -«Concédele, Señor, el descanso eterno.» Raskolnikof permaneció en el aposento hasta el final del oficio. El pope repartió sus bendiciones y salió, dirigiendo a un lado y a otro miradas de extrañeza. Después, el joven se acercó a Sonia. Ella se apoderó de sus manos y apoyó en su hombro la cabeza. Esta demostración de amistad produjo a Raskolnikof un profundo asombro. ¿De modo que ella no experimentaba la menor repulsión, el menor horror hacia él? La mano de Sonia no temblaba lo más mínimo en la suya. Era el colmo de la abnegación: ésta era, por lo menos, la explicación que Raskolnikof daba a semejante detalle. Sonia no desplegó los labios. Raskolnikof le estrechó la mano y se fue. Se habría sentido feliz si hubiera podido retirarse en aquel momento a un lugar verdaderamente solitario, incluso para siempre. Pero, por desgracia para él, en aquellos últimos días de su crisis, aunque estaba casi siempre solo, no tenía nunca la sensación de estarlo completamente. A veces salía de la ciudad y se alejaba por la carretera. En una ocasión incluso se había internado en un bosque. Pero cuanto más solitario y apartado era el paraje, más claramente percibía Raskolnikof la presencia de algo semejante a un ser, cuya proximidad le aterraba menos que le abatía. Por eso se apresuraba a volver a la ciudad y se mezclaba con la multitud. Entraba en las tabernas, en los figones; se iba a la plaza del Mercado, al mercado de las Pulgas. Así se sentía más tranquilo y más solo. StudioCreativo ¡Puro Arte! Página 536