Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
junto al ataúd. Poletchka lloraba. Tras ella, Sonia rezaba,
procurando ocultar sus lágrimas.
« En todos estos días -se dijo Raskolnikof- no me ha dirigido ni
una palabra ni una mirada.»
El sol iluminaba la habitación, y el humo del incienso se elevaba
en densas volutas.
El sacerdote leyó:
-«Concédele, Señor, el descanso eterno.»
Raskolnikof permaneció en el aposento hasta el final del oficio. El
pope repartió sus bendiciones y salió, dirigiendo a un lado y a otro
miradas de extrañeza.
Después, el joven se acercó a Sonia. Ella se apoderó de sus
manos y apoyó en su hombro la cabeza. Esta demostración de
amistad produjo a Raskolnikof un profundo asombro. ¿De modo
que ella no experimentaba la menor repulsión, el menor horror
hacia él? La mano de Sonia no temblaba lo más mínimo en la
suya. Era el colmo de la abnegación: ésta era, por lo menos, la
explicación que Raskolnikof daba a semejante detalle. Sonia no
desplegó los labios. Raskolnikof le estrechó la mano y se fue.
Se habría sentido feliz si hubiera podido retirarse en aquel
momento a un lugar verdaderamente solitario, incluso para
siempre. Pero, por desgracia para él, en aquellos últimos días de
su crisis, aunque estaba casi siempre solo, no tenía nunca la
sensación de estarlo completamente.
A veces salía de la ciudad y se alejaba por la carretera. En una
ocasión incluso se había internado en un bosque. Pero cuanto más
solitario y apartado era el paraje, más claramente percibía
Raskolnikof la presencia de algo semejante a un ser, cuya
proximidad le aterraba menos que le abatía.
Por eso se apresuraba a volver a la ciudad y se mezclaba con la
multitud. Entraba en las tabernas, en los figones; se iba a la plaza
del Mercado, al mercado de las Pulgas. Así se sentía más tranquilo
y más solo.
StudioCreativo ¡Puro Arte!
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