Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Svidrigailof se encargaba de todo lo relacionado con el entierro y
parecía muy atareado. También Sonia estaba muy ocupada.
La última vez que se vieron, Svidrigailof enteró a Raskolnikof de
que había arreglado felizmente la situación de los niños de la
difunta. Gracias a ciertas personalidades que le conocían, había
conseguido que admitieran a los huérfanos en excelentes
orfelinatos, donde recibirían un trato especial, ya que había
entregado una buena suma por cada uno de ellos.
Después dijo algunas palabras acerca de Sonia, prometió a
Raskolnikof pasar pronto por su casa y le recordó que deseaba
pedirle consejo sobre ciertos asuntos.
Esta conversación tuvo lugar en la entrada de la casa, al pie de la
escalera. Svidrigailof miraba fijamente a Raskolnikof. De pronto
bajó la voz y le dijo:
-Pero ¿qué le pasa a usted, Rodion Romanovitch? Cualquiera
diría que no está usted en su juicio. Usted escucha y mira con la
expresión del hombre que no comprende nada. Hay que animarse.
Tenemos que hablar, a pesar de que estoy muy ocupado tanto por
asuntos propios como por ajenos... Oiga, Rodion Romanovitch -le
dijo de pronto-, todos los hombres necesitamos aire, aire libre...
Esto es indispensable.
Se apartó para dejar paso a un sacerdote y a un sacristán que
venían a celebrar el oficio de difuntos. Svidrigailof lo había
arreglado todo para que esta ceremonia se repitiese dos veces
cada día a las mismas horas. Se marchó. Raskolnikof estuvo un
momento reflexionando. Después siguió al sacerdote hasta el
aposento de Sonia.
Se detuvo en el umbral. Comenzó el oficio, triste, grave,
solemne. Las ceremonias fúnebres le inspiraban desde la infancia
un sentimiento de terror místico. Hacía mucho tiempo' que no
había asistido a una misa de difuntos. La ceremonia que estaba
presenciando era para él especialmente conmovedora e
impresionante. Miró a los niños. Los tres estaban arrodillados
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