Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
La gente se apiñó en torno de las dos mujeres. Raskolnikof y
Lebeziatnikof habían sido de los primeros en llegar, así como el
funcionario y el gendarme.
-¡Qué desgracia! -gruñó este último, presintiendo que se hallaba
ante un asunto enojoso.
Luego trató de dispersar a la multitud que se hacinaba en torno
de él.
-¡Circulen, circulen!
-Se muere -dijo uno.
-Se ha vuelto loca -afirmó otro.
-¡Piedad para ella, Señor! -dijo una mujer santiguándose-. ¿Se
ha encontrado a los niños? Sí, ahí vienen; los trae la niña mayor.
¡Qué desgracia, Dios mío!
Al examinar atentamente a Catalina Ivanovna se pudo ver que
no se había herido, como creyera Sonia, sino que la sangre que
teñía el pavimento salía de su boca.
-Yo sé lo que es eso -dijo el funcionario en voz baja a Raskolnikof
y Lebeziatnikof-. Está tísica. La sangre empieza a salir y ahoga al
enfermo. Yo he presenciado un caso igual en una parienta mía. De
pronto echó vaso y medio de sangre. ¿Qué podemos hacer? Se va
a morir.
-¡Llévenla a mi casa! -suplicó Sonia-. Vivo aquí mismo... Aquella
casa, la segunda... ¡A mi casa, pronto...! Busquen un médico...
¡Señor!
Todo se arregló gracias a la intervención del funcionario. El
gendarme incluso ayudó a transportar a Catalina Ivanovna. La
depositaron medio muerta en la cama de Sonia. La hemorragia
continuaba, pero la enferma se iba recobrando poco a poco.
En la habitación, además de Sonia, habían entrado Raskolnikof,
Lebeziatnikof, el funcionario y el gendarme, que obligó a retirarse
a algunos curiosos que habían llegado hasta la puerta. Apareció
Poletchka con los fugitivos, que temblaban y lloraban. De casa de
Kapernaumof llegaron también, primero el mismo sastre, con su
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