Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Es un hombre activo, trabajador, honrado y capaz de sentir un
amor verdadero... Adiós, Dunia.
La joven había enrojecido vivamente. Después su semblante
cobró una expresión de inquietud.
-¿Es que nos dejas para siempre, Rodia? Me has hablado como
quien hace testamento.
-Adiós, Dunia.
Se apartó de ella y se fue a la ventana. Dunia esperó un
momento, lo miró con un gesto de intranquilidad y se marchó
llena de turbación.
Sin embargo, Rodia no sentía la indiferencia que parecía
demostrar a su hermana. Durante un momento, al final de la
conversación, incluso había deseado ardientemente estrecharla en
sus brazos, decirle así adiós y contárselo todo. No obstante, ni
siquiera se había atrevido a darle la mano.
«Más adelante, al recordar mis besos, podría estremecerse y
decir que se los había robado.»
Y se preguntó un momento después:
«Además, ¿tendría la entereza de ánimo necesaria para soportar
semejante confesión? No, no la soportaría; las mujeres como ella
no son capaces de afrontar estas cosas.»
Sonia acudió a su pensamiento. Un airecillo fresco entraba por la
ventana. Declinaba el día. Cogió su gorra y se marchó.
No se sentía con fuerzas para preocuparse por su salud, ni
experimentaba el menor deseo de pensar en ella. Pero aquella
angustia continua, aquellos terrores, forzosamente tenían que
producir algún efecto en él, y si la fiebre no le había abatido ya
era precisamente porque aquella tensión de ánimo, aquella
inquietud continua, le sostenían y le infundían una falsa
animación.
Erraba sin rumbo fijo. El sol se ponía. Desde hacía algún tiempo,
Raskolnikof experimentaba una angustia completamente nueva,
no aguda ni demasiado penosa, pero continua e invariable.
StudioCreativo ¡Puro Arte!
Página 520