Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
demostrada la eficacia de su método... Por lo menos, esto es lo
que opino yo.
Pero Raskolnikof ya no le escuchaba. Al ver que habían Llegado
frente a su casa, saludó a Lebeziatnikof con un movimiento de
cabeza y cruzó el portal. Andrés Simonovitch se repuso en seguida
de su sorpresa y, tras dirigir una mirada a su alrededor, prosiguió
su camino.
Raskolnikof entró en su buhardilla, se detuvo en medio de la
habitación y se preguntó:
-¿Para qué habré venido?
Y su mirada recorría las paredes, cuyo amarillento papel colgaba
aquí y allá en jirones..., y el polvo..., y el diván...
Del patio subía un ruido seco, incesante: golpes de martillo sobre
clavos. Se acercó a la ventana, se puso de puntillas y estuvo un
rato mirando con gran atención... El patio estaba desierto;
Raskolnikof no vio a nadie. En el ala izquierda había varias
ventanas abiertas, algunas adornadas con macetas, de las que
brotaban escuálidos geranios. En la parte exterior se veían
cuerdas con ropa tendida... Era un cuadro que estaba harto de
ver. Dejó la ventana y fue a sentarse en el diván. Nunca se había
sentido tan solo.
Experimentó de nuevo un sentimiento de odio hacia Sonia. Sí, la
odiaba después de haberla atraído a su infortunio. ¿Por qué habría
ido a hacerla llorar? ¿Qué necesidad tenía de envenenar su vida?
¡Qué cobarde había sido!
-Permaneceré solo -se dijo de pronto, en tono resuelto-, y ella no
vendrá a verme a la cárcel.
Cinco minutos después levantó la cabeza y sonrió extrañamente.
Acababa de pasar por su cerebro una idea verdaderamente
singular. «Acaso sea verdad que estaría mejor en presidio.»
Nunca sabría cuánto duró aquel desfile de ideas vagas.
De pronto se abrió la puerta y apareció Avdotia Romanovna. La
joven se detuvo en el umbral y estuvo un momento observándole,
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