Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-¡Sí, sí!
Allí estaban los dos, tristes y abatidos, como náufragos arrojados
por el temporal a una costa desolada. Raskolnikof miraba a Sonia
y comprendía lo mucho que lo amaba. Pero -cosa extraña- esta
gran ternura produjo de pronto al joven una impresión penosa y
amarga. Una sensación extraña y horrible. Había ido a aquella
casa diciéndose que Sonia era su único refugio y su única
esperanza. Había ido con el propósito de depositar en ella una
parte de su terrible carga, y ahora que Sonia le había entregado
su corazón se sentía infinitamente más desgraciado que antes.
-Sonia -le dijo--, será mejor que no vengas a verme cuando esté
encarcelado.
Ella no contestó. Lloraba. Transcurrieron varios minutos.
De pronto, como obedeciendo a una idea repentina, Sonia
preguntó:
-¿Llevas alguna cruz?
Él la miró sin comprender la pregunta.
-No, no tienes ninguna, ¿verdad? Toma, quédate ésta, que es de
madera de ciprés. Yo tengo otra de cobre que fue de Lisbeth.
Hicimos un cambio: ella me dio esta cruz y yo le regalé una
imagen. Yo llevaré ahora la de Lisbeth y tú la mía. Tómala
-suplicó-. Es una cruz, mi cruz... Desde ahora sufriremos juntos, y
juntos llevaremos nuestra cruz.
-Bien, dame -dijo Raskolnikof.
Quería complacerla, pero de pronto, sin poderlo remediar, retiró
la mano que había tendido.
-Más adelante, Sonia. Será mejor.
-Sí, será mejor --dijo ella, exaltada-. Te la pondrás cuando
empiece tu expiación. Entonces vendrás a mí y la colgaré en tu
cuello. Rezaremos juntos y después nos pondremos en marcha.
En este momento sonaron tres golpes en la puerta.
-¿Se puede pasar, Sonia Simonovna? -preguntó cortésmente una
voz conocida.
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