Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Pero ¿por qué, si mató usted para robar, según dice..., por qué
no cogió nada? -dijo la joven vivamente, aferrándose a una última
esperanza.
-No lo sé. Todavía no he decidido si cogeré ese dinero o no -dijo
Raskolnikof en el mismo tono vacilante. Después, como si volviera
a la realidad, sonrió y siguió diciendo-: ¡Qué estúpido soy! ¡Contar
estas cosas!
Entonces un pensamiento atravesó como un rayo la mente de
Sonia. «¿Estará loco?» Pero desechó esta idea en seguida. «No,
no lo está.» Realmente, no comprendía nada.
Él exclamó, como en un destello de lucidez:
-Oye, Sonia, oye lo que voy a decirte.
Y continuó, subrayando las palabras y mirándola fijamente, con
una expresión extraña pero sincera:
-Si el hambre fuese lo único que me hubiera impulsado a
cometer el crimen, me sentiría feliz, sí, feliz. Pero ¿qué
adelantarías -exclamó en seguida, en un arranque de
desesperación-, qué adelantarías si yo te confesara que he obrado
mal? ¿Para qué te serviría este inútil triunfo sobre mí? ¡Ah, Sonia!
¿Para esto he venido a tu casa?
Sonia quiso decir algo, pero no pudo.
-Si te pedí ayer que me siguieras es porque no tengo a nadie
más que a ti.
-¿Seguirte...? ¿Para qué? -preguntó la muchacha tímidamente.
-No para robar ni matar, tranquilízate -respondió él con una
sonrisa cáustica-. Somos distintos, Sonia. Sin embargo... Oye,
Sonia, hace un momento que me he dado cuenta de lo que yo
pretendía al pedirte que me siguieras. Ayer te hice la petición
instintivamente, sin comprender la causa. Sólo una cosa deseo de
ti, y por eso he venido a verte... ¡No me abandones! ¿Verdad que
no me abandonarás?
Ella le cogió la mano, se la oprimió...
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