Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
De pronto se levantó y rodeó fuertemente con los brazos el
cuello del joven.
Raskolnikof se desprendió del abrazo y la contempló con una
triste sonrisa.
-No lo comprendo, Sonia. Me abrazas y me besas después de lo
que te acabo de confesar. No sabes lo que haces.
Ella no le escuchó. Gritó, enloquecida:
-¡No hay en el mundo ningún hombre tan desgraciado como tú!
Y prorrumpió en sollozos.
Un sentimiento ya olvidado se apoderó del alma de Raskolnikof.
No se pudo contener. Dos lágrimas brotaron de sus ojos y
quedaron pendientes de sus pestañas.
-¿No me abandonarás, Sonia? -preguntó, desesperado.
-No, nunca, en ninguna parte. Te seguiré adonde vayas. ¡Señor,
Señor! ¡Qué desgraciada soy...! ¿Por qué no te habré conocido
antes? ¿Por qué no has venido antes? ¡Dios mío!
-Pero he venido.
-¡Ahora...! ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Juntos, siempre juntos!
-exclamó Sonia volviendo a abrazarle-. ¡Te seguiré al presidio!
Raskolnikof no pudo disimular un gesto de indignación. Sus
labios volvieron a sonreír como tantas veces habían sonreído, con
una expresión de odio y altivez.
-No tengo ningún deseo de ir a presidio, Sonia.
Tras los primeros momentos de piedad dolorosa y apasionada
hacia el desgraciado, la espantosa idea del asesinato reapareció
en la mente de la joven. El tono en que Raskolnikof había
pronunciado sus últimas palabras le recordaron de pronto que
estaba ante un asesino. Se quedó mirándole sobrecogida. No
sabía aún cómo ni por qué aquel joven se había convertido en un
criminal. Estas preguntas surgieron de pronto en su imaginación,
y las dudas le asaltaron de nuevo. ¿Él un asesino? ¡Imposible!
-Pero ¿qué me pasa? ¿Dónde estoy? -exclamó profundamente
sorprendida y como si le costara gran trabajo volver a la realidad-.
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