Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
empezó a apartarse de él poco a poco, sin dejar de mirarle. Su
espanto se comunicó al joven, que miraba a Sonia con el mismo
gesto despavorido, mientras en sus labios se esbozaba la misma
triste sonrisa infantil.
-¿Has comprendido ya? -murmuró.
-¡Dios mío! -gimió, horrorizada.
Luego, exhausta, se dejó caer en su lecho y hundió el rostro en
la almohada.
Pero un momento después se levantó vivamente, se acercó a
Raskolnikof, le cogió las manos, las atenazó con sus menudos y
delgados dedos y fijó en él una larga y penetrante mirada.
Con esta mirada, Sonia esperaba captar alguna expresión que le
demostrase que se había equivocado. Pero no, no cabía la menor
duda: la simple suposición se convirtió en certeza.
Más adelante, cuando recordaba este momento, todo le parecía
extraño, irreal. ¿De dónde le había venido aquella certeza
repentina de no equivocarse? Porque en modo alguno podía decir
que había presentido aquella confesión. Sin embargo, apenas le
hizo él la confesión, a ella le pareció haberla adivinado.
-Basta, Sonia, basta. No me atormentes.
Había hecho esta súplica amargamente. No era así como él había
previsto confesar su crimen: la realidad era muy distinta de lo que
se había imaginado.
Sonia estaba fuera de sí. Saltó del lecho. De pie en medio de la
habitación, se retorcía las manos. Luego volvió rápidamente sobre
sus pasos y de nuevo se sentó al lado de Raskolnikof, tan cerca
que sus cuerpos se rozaban. De pronto se estremeció como si la
hubiera asaltado un pensamiento espantoso, lanzó un grito y, sin
que ni ella misma supiera por qué, cayó de rodillas delante de
Raskolnikof.
-¿Qué ha hecho usted? Pero ¿qué ha hecho usted? -exclamó,
desesperada.
StudioCreativo ¡Puro Arte!
Página 502