Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Al fin, Raskolnikof dijo en voz baja:
-Tienes razón, Sonia.
Se había producido en él un cambio repentino. Su ficticio aplomo
y el tono insolente que afectaba momentos antes habían
desaparecido. Hasta su voz parecía haberse debilitado.
-Te dije ayer que no vendría hoy a pedirte perdón, y he aquí que
he comenzado esta conversación poco menos que excusándome.
Al hablarte de Lujine y de la Providencia pensaba en mí mismo,
Sonia, y me excusaba.
Trató de sonreír, pero sólo pudo esbozar una mueca de
impotencia. Luego bajó la cabeza y ocultó el rostro entre las
manos.
De súbito, una extraña y sorprendente sensación de odio hacia
Sonia le traspasó el corazón. Asombrado, incluso aterrado de este
descubrimiento inaudito, levantó la cabeza y observó atentamente
a la joven. Vio que fijaba en él una mirada inquieta y llena de una
solicitud dolorosa, y al advertir que aquellos ojos expresaban
amor, su odio se desvaneció como un fantasma. Se había
equivocado acerca de la naturaleza del sentimiento que
experimentaba: lo que sentía era, simplemente, que el momento
fatal había llegado.
Bajó de nuevo la cabeza y otra vez ocultó el rostro entre las
manos. De pronto palideció, se levantó, miró a Sonia y sin
pronunciar palabra, fue maquinalmente a sentarse en el lecho. Su
impresión en aquel momento era exactamente la misma que había
experimentado el día en que, de pie a espaldas de la vieja, había
sacado el hacha del nudo corredizo, mientras se decía que no
había que perder ni un segundo.
-¿Qué le ocurre? -preguntó Sonia, llena de turbación.
Raskolnikof no pudo pronunciar ni una palabra. Había pensado
dar «la explicación» en circunstancias completamente distintas y
no comprendía lo que estaba ocurriendo en su interior.
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