Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Hay imbéciles -replicó vivamente Catalina Ivanovna -a los que
no sólo habría que tirar del pelo, sino también que echarlos a la
calle a escobazos..., y no me refiero al difunto precisamente.
Sus mejillas enrojecían cada vez más, la ahogaba la rabia y
parecía a punto de estallar. Algunos invitados reían
disimuladamente: al parecer, les divertía la escena. No faltaban
los que incitaban al de intendencia, hablándole en voz baja: eran
los eternos cizañeros.
-Per...mí...tame preguntarle a... quién se re...fiere usted -dijo el
ex empleado-. Pero no..., no vale la pena... La cosa no tiene
importancia... Una viuda... Una pobre viuda... La per... perdono...
No se hable más del asunto.
Y se bebió otra copa de vodka.
Raskolnikof escuchaba todo esto en silencio y con una expresión
de disgusto. Sólo comía por no desairar a Catalina Ivanovna,
limitándose a mordisquear los manjares con que ella le llenaba
continuamente el plato. Toda su atención estaba concentrada en
Sonia. Ésta temblaba, dominada por una inquietud creciente, pues
presentía que la comida terminaría mal, y seguía con la vista,
aterrada, los progresos de la exasperación de Catalina Ivanovna.
Sabía muy bien que ella misma, Sonia, había sido la causa
principal del insultante desaire con que las dos damas habían
respondido a la invitación de su madrastra. Se había enterado por
Amalia Ivanovna de que la madre incluso se había sentido
ofendida y había preguntado a la patrona: «¿Cree usted que yo
puedo sentar a mi hija junto a esa... señorita?» La joven
sospechaba que su madrastra estaba enterada de ello, en cuyo
caso este insulto la mortificaría más que una afrenta dirigida
contra ella misma, contra sus hijos y contra la memoria de su
padre. En fin, que Catalina Ivanovna, ante el terrible ultraje, no
descansaría hasta haber dicho a aquellas provincianas que las dos
eran unas..., etc., etc.
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