Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
querido ni para cocineras, y si mi difunto esposo les hubiera hecho
el honor de recibirlas, habría sido tan sólo por su excesiva
bondad.
-¡Y cómo le gustaba beber! -exclamó de pronto el antiguo
empleado de intendencia mientras vaciaba su décima copa de
vodka-. ¡Tenía verdadera debilidad por la bebida!
Catalina Ivanovna se revolvió al oír estas palabras.
-Mi difunto marido tenía ciertamente ese defecto, nadie lo ignora,
pero era un hombre de gran corazón que amaba y respetaba a su
familia. Su desgracia fue que, llevado de su bondad excesiva,
alternaba con todo el mundo, y sólo Dios sabe los desarrapados
con que se reuniría para beber. Los individuos con que trataba
valían menos que su dedo meñique. Figúrese usted, Rodion
Romanovitch, que encontraron en su bolsillo un gallito de
mazapán. Ni siquiera cuando estaba embriagado olvidaba a sus
hijos.
-¿Un gaaallito? -exclamó el ex empleado de intendencia-. ¿Ha
dicho usted un ga... gallito?
Catalina Ivanovna no se dignó contestar. Estaba pensativa. De
pronto lanzó un suspiro.
Luego dijo, dirigiéndose a Raskolnikof:
-Usted creerá, sin duda, como cree todo el mundo, que yo era
demasiado severa con él. Pues no. Él me respetaba, me respetaba
profundamente. Tenía un hermoso corazón y yo le compadecía a
veces. Cuando, sentado en su rincón, levantaba los ojos hacia mí,
yo me conmovía de tal modo, que sentía la tentación de
mostrarme cariñosa con él. Pero me retenía la idea de que
inmediatamente empezaría a beber de nuevo. Tenía que ser
rigurosa, pues éste era el único modo de frenarlo.
-Sí -dijo el de intendencia, apurando una nueva copa de vodka-,
había que tirarle de los pelos. Y muchas veces.
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