Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Al mismo tiempo que distraída, parecía estar atenta a descubrir
el menor deseo en el semblante de su madrastra. Ninguna de las
dos iba de luto, por no tener vestido negro. Sonia llevaba un
trajecito pardo, y Catalina Ivanovna un vestido de indiana oscuro,
a rayas, que era el único que tenía.
Las excusas de Piotr Petrovitch produjeron excelente impresión.
Después de haber escuchado las palabras de Sonia con grave
semblante, Catalina Ivanovna se informó con la misma dignidad
de la salud de Piotr Petrovitch. En seguida dijo a Raskolnikof, casi
en voz alta, que habría sido verdaderamente chocante ver un
hombre tan serio y respetable como Lujine en aquella extraña
sociedad, y que se comprendía que no hubiera acudido, a pesar de
los lazos de amistad que le unían a su familia.
-He aquí por qué le agradezco especialmente, Rodion
Romanovitch, que no haya despreciado mi hospitalidad, aunque
usted está en condiciones parecidas -añadió en voz lo bastante
alta para que todos la oyeran-. Estoy segura de que sólo la gran
amistad que le unía a mi pobre esposo ha podido inducirle a
mantener su palabra.
Acto seguido recorrió las caras de todos los invitados con una
mirada ceñuda, y de pronto, de un extremo a otro de la mesa,
preguntó al viejo sordo si no quería más asado y si había bebido
oporto. El viejecito no contestó y tardó un buen rato en
comprender lo que le preguntaban, aunque sus vecinos habían
empezado a zarandearlo para reírse a su costa. Él no hacía más
que mirar confuso en todas direcciones, lo que llevaba al colmo la
alegría general.
-¡Qué estúpido! -exclamó Catalina Ivanovna, dirigiéndose a
Raskolnikof-. ¡Fíjese! ¿Por qué le habrán traído? En cuanto a Piotr
Petrovitch, siempre he estado segura de él, y en verdad puede
decirse -ahora se dirigía a Amalia Ivanovna y con un gesto tan
severo que la patrona se sintió intimidada- que no se parece en
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