Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Dadas las circunstancias, Catalina Ivanovna se creyó obligada a
recibir a sus invitados con la mayor dignidad e incluso con cierta
altanería. Les dirigió, especialmente a algunos, una mirada severa
y los invitó desdeñosamente a sentarse a la mesa. Achacando, sin
que supiera por qué, a Amalia Ivanovna la culpa de la ausencia de
los demás invitados, empezó de pronto a tratarla con tanta
descortesía, que la patrona no tardó en advertirlo y se sintió
profundamente ofendida.
La comida comenzó bajo los peores auspicios. Al fin todo el
mundo se sentó a la mesa. Raskolnikof había aparecido en el
momento en que regresaban los que habían ido al cementerio.
Catalina Ivanovna se mostró encantada de verle, en primer lugar
porque, entre todos los presentes, él era la única persona culta (lo
presentó a sus invitados diciendo que dos años después sería
profesor de la universidad de Petersburgo), y en segundo lugar,
porque se había excusado inmediatamente y en los términos más
respetuosos de no haber podido asistir al entierro, pese a sus
grandes deseos de no faltar.
Catalina Ivanovna se arrojó sobre él y lo sentó a su izquierda, ya
que Amalia Ivanovna se había sentado a su derecha, e
inmediatamente empezó a hablar con él en voz baja, a pesar del
bullicio que había en la habitación y de sus preocupaciones de
dueña de casa que quería ver bien servido a todo el mundo, y,
además, pese a la tos que le desgarraba el pecho. Catalina
Ivanovna confió a Raskolnikof su justa indignación ante el fracaso
de la comida, indignación cortada a cada momento por las más
incontenibles y mordaces burlas contra los invitados y
especialmente contra la patrona.
-La culpable de todo es esa detestable lechuza, de ella y sólo de
ella. Ya sabe usted de quién hablo.
Catalina Ivanovna le indicó a la patrona con un movimiento de
cabeza y continuó:
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