Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Dunetchka tuviera un amante al mes de casarse con ella, o a
comprometerse a no bautizar a sus hijos. Le halagaban de tal
modo las alabanzas, fuera cual fuere su condición, que no
rechazaba estos cumplimientos.
Aquella mañana había negociado varios títulos y, sentado a la
mesa, contaba los fajos de billetes que acababa de recibir. Andrés
Simonovitch, que casi siempre andaba escaso de dinero, se
paseaba por la habitación, fingiendo mirar aquellos papeles con
una indiferencia rayana en el desdén. Desde luego, Piotr
Petrovitch no admitía en modo alguno la sinceridad de esta
indiferencia, y Lebeziatnikof, además de comprender esta actitud
de Lujine se decía, no sin amargura, que aun se complacía en
mostrarle su dinero para mortificarle, hacerle sentir su
insignificancia y recordarle la distancia que los bienes de fortuna
establecían entre ambos.
Andrés Simonovitch advirtió que aquella mañana su huésped
apenas le prestaba atención, a pesar de que él había empezado a
hablarle de su tema favorito: el establecimiento de una nueva
commune.
Las objeciones y las lacónicas réplicas que lanzaba de vez en
cuando Lujine sin interrumpir sus cuentas parecían impregnadas
de una consciente ironía que se confundía con la falta de
educación. Pero Andrés Simonovitch atribuía estas muestras de
mal humor al disgusto que le había causado su ruptura con
Dunetchka, tema que ardía en deseos de abordar. Consideraba
que podía exponer sobre esta cuestión puntos de vista
progresistas que consolarían a su respetable amigo y prepararían
el terreno para su posterior filiación al partido.
-¿Sabe usted algo de la comida de funerales que da esa viuda
vecina nuestra?-preguntó Piotr Petrovitch, interrumpiendo a
Lebeziatnikof en el punto más interesante de sus explicaciones.
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