Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
generaciones. Para esto había contado con Andrés Simonovitch, y
que se había adaptado rápidamente al lenguaje de los
reformadores lo demostraba su visita a Raskolnikof.
Pero en seguida se dio cuenta de que Andrés Simonovitch no era
sino un pobre hombre, una verdadera mediocridad. No obstante,
ello no alteró sus convicciones ni bastó para tranquilizarle. Aunque
todos los progresistas hubieran sido igualmente estúpidos, su
inquietud no se habría calmado.
Aquellas doctrinas, aquellas ideas, aquellos sistemas (con los que
Andrés Simonovitch le llenaba la cabeza) no le impresionaban
demasiado. Sólo deseaba poder seguir el plan que se había
trazado, y, en consecuencia, únicamente le interesaba saber cómo
se producían los escándalos citados anteriormente y si los
hombres
que
los
provocaban
eran
verdaderamente
todopoderosos. En otras palabras, ¿tendría motivos para
inquietarse si se le denunciaba cuando emprendiera algún
negocio? ¿Por qué actividades se le podía denunciar? ¿Quiénes
eran los que atraían la atención de semejantes inspectores? Y,
sobre todo, ¿podría llegar a un acuerdo con tales investigadores,
comprometiéndolos, al mismo tiempo, en sus asuntos, si eran en
verdad tan temibles? ¿Sería prudente intentarlo? ¿No se les podría
incluso utilizar para llevar a cabo los propios proyectos? Piotr
Petrovitch se habría podido hacer otras muchas preguntas como
éstas...
Andrés Simonovitch era un hombrecillo enclenque, escrofuloso,
que pertenecía al cuerpo de funcionarios y trabajaba en una
oficina pública. Su cabello era de un rubio casi blanco y lucía unas
pobladas patillas de las que se sentía sumamente orgulloso. Casi
siempre tenía los ojos enfermos. En el fondo, era una buena
persona, pero su lenguaje, de una presunción que rayaba en la
pedantería, contrastaba grotescamente con su esmirriada figura.
Se le consideraba como uno de los inquilinos más distinguidos de
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