Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-¿La incertidumbre? -le interrumpió Porfirio.
-¡No me saque de quicio! ¡No se lo puedo permitir! ¡De ningún
modo lo permitiré! ¿Lo ha oído? ¡De ningún modo!
Y Raskolnikof dio un fuerte puñetazo en la mesa.
-¡Silencio! Hable más bajo. Se lo digo en serio. Procure
reprimirse. No estoy bromeando.
Al decir esto Porfirio, su semblante había perdido su expresión de
temor y de bondad. Ahora ordenaba francamente, severamente,
con las cejas fruncidas y un gesto amenazador. Parecía haber
terminado con las simples alusiones y los misterios y estar
dispuesto a quitarse la careta. Pero esta actitud fue momentánea.
Raskolnikof se sintió interesado al principio; después, de súbito,
notó que la ira le dominaba. Sin embargo, aunque su
exasperación había llegado al límite, obedeció -cosa extraña- la
orden de bajar la voz.
-No me dejaré torturar -murmuró en el mismo tono de antes.
Pero advertía, con una mezcla de amargura y rencor, que no
podía obrar de otro modo, y esta convicción aumentaba su
cólera-. Deténgame -añadió-, regístreme si quiere; pero aténgase
a las reglas y no juegue conmigo. ¡Se lo prohíbo!
-Nada de reglas -respondió Porfirio, que seguía sonriendo
burlonamente y miraba a Raskolnikof con cierto júbilo-. Le invité a
venir a verme como amigo.
-No quiero para nada su amistad, la desprecio. ¿Oye usted? Y
ahora cojo mi gorra y me marcho. Veremos qué dice usted, si
tiene intención de arrestarme.
Cogió su gorra y se dirigió a la puerta.
-¿No quiere ver la sorpresa que le he reservado?-le dijo Porfirio
Petrovitch, con su irónica sonrisita y cogiéndole del brazo, cuando
ya estaba ante la puerta. Parecía cada vez más alegre y burlón, y
esto ponía a Raskolnikof fuera de sí.
-¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa? -preguntó Rodia, fijando en el
juez de instrucción una mirada llena de inquietud.
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