Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-No hace usted más que mentir -repitió resueltamente-. Ignoro
lo que persigue con sus mentiras, pero sigue usted mintiendo. No
hablaba así hace un momento; por eso no puedo equivocarme...
¡Miente usted!
-¿Que miento? -replicó Porfirio, acalorándose visiblemente, pero
conservando su acento irónico y jovial y no dando, al parecer,
ninguna importancia a la opinión que Raskolnikof tuviera de él-.
¿Cómo puede decir eso sabiendo cómo he procedido con usted?
¡Yo, el juez de instrucción, le he sugerido todos los argumentos
psicológicos que podría usted utilizar: la enfermedad, el delirio, el
amor propio excitado por el sufrimiento, la neurastenia, y esos
policías...! ¡Je, je, je...! Sin embargo, dicho sea de paso, esos
medios de defensa no tienen ninguna eficacia. Son armas de dos
filos y pueden volverse contra usted. Usted dirá: «La enfermedad,
el desvarío, la alucinación... No me acuerdo de nada.» Y le
contestarán: «Todo eso está muy bien, amigo mío; pero ¿por qué
su enfermedad tiene siempre las mismas consecuencias, por qué
le produce precisamente ese tipo de alucinación? » Esta
enfermedad podía tener otras manifestaciones, ¿no le parece? ¡Je,
je, je!
Raskolnikof le miró con despectiva arrogancia.
-En resumidas cuentas -dijo firmemente, levantándose y
apartando a Porfirio-, yo quiero saber claramente si me puedo
considerar o no al margen de toda sospecha. Dígamelo, Porfirio
Petrovitch; dígamelo ahora mismo y sin rodeos.
-Ahora me sale con una exigencia. ¡Hasta tiene exigencias,
Señor! -exclamó Porfirio Petrovitch con perfecta calma y cierto
tonillo de burla-. Pero ¿a qué vienen esas preguntas? ¿Acaso
sospecha alguien de usted? Se comporta como un niño caprichoso
que quiere tocar el fuego. ¿Y por