Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
El tono de la pregunta dejaba entrever una celada. Raskolnikof
se recostó en el respaldo del sofá para apartarse de Porfirio, cuyo
rostro se había acercado al suyo, y le observó en silencio, con una
mirada fija y llena de asombro.
-Algo parecido puede decirse de la visita de Rasumikhine. Si
usted fuese el culpable, habría dicho que él había venido a mi casa
por impulso propio y habría ocultado que usted le había incitado a
hacerlo. Sin embargo, usted ha dicho que Rasumikhine vino a
verme porque usted lo envió.
Raskolnikof se estremeció. El no había hecho afirmación
semejante.
-Sigue usted mintiendo -dijo, esbozando una sonrisa de hastío y
con voz lenta y débil-. Usted quiere demostrarme que lee en mi
pensamiento, que puede predecir todas mis respuestas -añadió,
dándose cuenta de que ya era incapaz de medir sus palabras-.
Usted quiere asustarme; usted se está burlando de mí,
sencillamente.
Mientras decía esto no apartaba la vista del juez de instrucción.
De súbito, un terrible furor fulguró en sus ojos.
-Está diciendo una mentira tras otra -exclamó-. Usted sabe muy
bien que la mejor táctica que puede seguir un culpable es
sujetarse a la verdad tanto como sea posible..., declarar todo
aquello que no pueda ocultarse. ¡No le creo a usted!
-¡Qué veleta es usted! -dijo Porfirio con una risita mordaz-. No
hay medio de entenderse con usted. Está dominado por una idea
fija. ¿No me cree? Pues yo creo que empieza usted a creerme.
Con diez centímetros de fe me bastará para conseguir que llegue
al metro y me crea del todo. Porque le tengo verdadero afecto y
sólo deseo su bien.
Los labios de Raskolnikof empezaron a temblar.
-Sí, le tengo verdadero afecto -prosiguió Porfirio, apretando
amistosamente el brazo del joven-, y no se lo volveré a repetir.
Además, tenga en cuenta que su familia ha venido a verle. Piense
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