Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
a un declarante es, dentro de su género, un arte, o algo parecido.
¡Je, je, je!
Porfirio Petrovitch se detuvo un instante para tomar alientos.
Hablaba sin descanso y, generalmente, para no decir nada, para
devanar una serie de ideas absurdas, de frases estúpidas, entre
las que deslizaba de vez en cuando una palabra enigmática que
naufragaba al punto en el mar de aquella palabrería sin sentido.
Ahora casi corría por el despacho, moviendo aceleradamente sus
gruesas y cortas piernas, con
la mirada fija en el suelo, la mano derecha en la espalda y
haciendo con la izquierda ademanes que no tenían relación alguna
con sus palabras.
Raskolnikof se dio cuenta de pronto que un par de veces, al
llegar junto a la puerta, se había detenido, al parecer para prestar
atención.
«¿Esperará a alguien?»
-Tiene usted razón -continuó Porfirio Petrovitch alegremente y
con una amabilidad que llenó a Raskolnikof de inquietud y
desconfianza-.
Tiene
usted
motivo
para
burlarse
tan
ingeniosamente como lo ha hecho de nuestras costumbres
jurídicas. Se pretende que tales procedimientos (no todos,
naturalmente) tienen por base una profunda filosofía. Sin
embargo, son perfectamente ridículos y generalmente estériles,
sobre todo si se siguen al pie de la letra las normas establecidas...
Hemos vuelto, pues, a la cuestión de las normas. Bien;
supongamos que yo sospecho que cierto señor es el autor de un
crimen cuya instrucción se me ha confiado... Usted ha estudiado
Derecho, ¿verdad, Rodion Romanovitch?
-Empecé.
-Pues bien, he aquí un ejemplo que podrá serle útil más
adelante... Pero no crea que pretendo hacer de profesor con
usted, que publica en los periódicos artículos tan profundos. No,
yo sólo me tomo la libertad de exponerle un hecho a modo de
StudioCreativo ¡Puro Arte!
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